El arte no tiene precio,
se lo ponemos nosotros con admiración o rechazo,
regalándole tiempo o despreciando el tiempo que le regalaron otros,
él se somete a la potestad de las críticas de los que entienden, de los que no,
a los que lo piratean, a los que lo plagian, a los que no pagan,
a los que hipotecan su vida en ello,
a los que se rompen al verlo,
a los que se reconstruyen en sus brazos,
a los que se creen artistas con dos “brochazos”,
a los que pagan un nombre sin contenido que se lo gane,
a los que no ganan pero siguen haciéndolo perfecto.
El arte está en una mirada,
en la geometría de un plano,
en la firma de un graffiti,
en la discriminación de dos notas o tres colores,
en la supresión de una frase,
en un adagio, en un arabesque,
detrás de un objetivo,
encima de un tablado,
detrás de una barra o siguiendo el ritmo de una ruleta…
el arte es el disfraz de amor, odio, decepción, sonrisas, esperanza,
es la expresión de una suerte de sentimientos contradictorios que hacen cola para ser expresados,
compartidos con el mundo,
con dos amigos,
con tres copas o un tango,
es lo que se mueve en un bar,
en la plaza mayor de cualquier pueblo, en una nave a las afueras,
en la cima de una montaña o perdido sin aire en la profundidad de un océano.
El arte está en tus ojos, en tus oídos, en tu boca, en tus manos,
siempre sintiendo,
siempre esperando ser valorado,
y ahí estás tú,
eres esa valoración que hará de él cara o cruz,
tú eliges que hacer,
tú le añades el valor comercial,
el “precio” de lo que nace sin vocación de tenerlo.